martes, 27 de abril de 2021

EL PODER DE LA DELIBERACIÓN

 

Muy impactante es ver 12 HOMBRES EN PUGNA, una película de 1967 que demuestra de manera elocuente el poder de la deliberación. Todo se da entre un grupo de hombres blancos ciudadanos comunes que están cumpliendo el rol de jurados en un juicio por parricidio. Toda la película transcurre en la sala de deliberación.

A partir de las distintas sicologías, educación y experiencias, la interacción entre los jurados va forjando una notable mutación, que hace del veredicto que deben adoptar, algo construido sobre la solidez de un entendimiento que va ganando en función de una palabra que penetra en pequeñas dosis.

Los jurados son personas llenas de prejuicios como todos, con su ira, sus desasosiegos, con las miserias y limitaciones que puede tener cualquier ciudadano o ciudadana. Y allí están para definir la suerte de una persona. Un veredicto de culpabilidad lo mandaría a la silla eléctrica. Le imputan haber matado a su padre con una navaja incrustada en el pecho. La prueba parece contundente para demostrar la tesis del fiscal.

Once jurados no tienen dudas, en el inicio de la deliberación, sobre la culpabilidad del joven acusado. Todo sería un trámite, como diríamos acá. Solo uno se planta y abre la cancha (El Jurado número 8, Davis, protagonizado por Henry Fonda). No resulta una oposición que confronte la tesis de la mayoría con otros argumentos o puntos de vista, sino solamente arguyendo que una decisión de esas características debe contar con un diálogo previo, deben hablar antes de definir tamaña decisión. "Lo que vamos a definir es muy grave, por lo menos amerita una discusión profunda", señala el jurado 8. PRIMERA APERTURA.

Luego viene toda una etapa de ataques para el disidente donde se van reflejando las personalidades y debilidades de cada uno. Está el pusilánime, el carente de personalidad, el frío, el lleno de prejuicios, el que traslada traumas propios de su propia experiencia familiar, el indiferente y necio. Y la palabra empieza a perforar, a abrir el camino, su curso, no se detiene, y de a poco va ganando voluntades que empiezan a cambiar, a replantearse las cosas, a dudar de lo que parecía tan cerrado.

Así, además de la prueba "hay elementos que hacen a la persona de la víctima que tenemos que valorar", dice el disidente. "Es un pobre joven que estuvo sujeto toda la vida a la violencia de su padre, sumergido en un contexto casi sin salida, a los golpes. ¿Se lo puede juzgar como a cualquier persona?" se pregunta. SEGUNDA APERTURA.

Un primer jurado se suma a la inocencia propiciada por el disidente. Se trata del hombre más viejo, el jurado 9, llamado McCardle, interpretado por Joseph Sweeney. Este jurado dice que la valentía del disidente, y la convicción con la que se enfrentó a todos, merece detenerse para revaluar la cuestión. Es un aspecto lateral a la prueba pero que tiene peso. Se planta.

A partir de allí, la prueba que parecía tan sólida, se empieza a desmoronar. Empiezan a surgir elementos de la propia experiencia, del sentido común, de las reglas de la lógica, sin ninguna norma ni interpretación jurídica de por medio. Lo que habían visto ciertos testigos deja de ser tan seguro que lo hayan visto, incluso es más que probable que no hayan visto nada más allá de que en su honestidad lo hayan creído.

El mismo disidente jurado 8 plantea el aspecto del déficit que advirtió en el abogado defensor, "que es como si no lo hubiese defendido", sostiene. En algunos casos limitado por la propia condición de ciertos testigos que, frente a un jurado, puede ser estratégicamente perjudicial poner en evidencia sus contradicciones. "Ese aspecto debe pesar", no estuvo bien  defendido considera. TERCERA APERTURA.

Los prejuicios de los jurados intransigentes van en aumento. La ira y la furia se desatan. Empiezan a demostrar, en ese contexto, su falta de solidez y su propia pequeñez.

 La cosa va cambiando, se emparejan las posiciones, los que antes no opinaban o seguían a los demás, empiezan a hablar, a conjeturar, a poner en dudas ciertos aspectos de la prueba. Se desnivela todo, se caen las últimas caretas que no querían ceder por arrogancia, por soberbia.

Gana la inocencia. No por certeza de la no culpabilidad, sino por la duda razonable que invadió a esas personas. Ni una norma citada, ni una doctrina, ni un fallo ni precedente aplicable. Solo el sentido común y el humanismo para medir los hechos, las circunstancias y la persona.

Gana la vida, la libertad frente a la posibilidad del error de ese poder que puede barrerlo todo.

Terminan su trabajo, y esos jurados bajan la escalinata del palacio, algunos se despiden, para retomar su vida normal de todos los días. Solo se nos muestra el saludo final entre los jurados 8 y 9, que en ese momento es cuando recién tomaron conocimiento de sus nombres.

Ese enojo inicial de esos doce hombres en pugna, esa tensión e intolerancia, se disipa, se relaja, en la sabiduría de una decisión deliberada. Quizás se equivocaron, quizás estuvieron en lo cierto, en la verdad. Pero lo importante es que ganó el sentido común sustentado en la prueba.  

 


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